Mi cuerpo de muerte
El Imperio romano no solo fue
conocido por su poder militar y su legado cultural, sino también por la
crueldad refinada de su sistema de justicia. Uno de los castigos más brutales
fue la Poena cullei, del latín “pena del saco”, reservado para quienes
cometían parricidio. Al culpable se lo introducía dentro de un gran saco de
cuero junto a animales salvajes —generalmente un perro, una serpiente, un gallo
y un mono— y luego se cosía el saco completamente, sellándolo. Una vez cerrado,
era arrojado al agua para que el reo muriera ahogado, aplastado y destrozado
por la desesperación y el frenesí de las bestias. Este castigo no buscaba
únicamente eliminar al culpable, sino convertir su muerte en un espectáculo de
humillación y horror, una advertencia pública sobre la gravedad del crimen
cometido.
Pero había castigos aún más
personales y horrendos. Durante el período imperial, el soldado romano era
considerado propiedad del Estado. Su vida estaba al servicio del imperio: recibía
una paga generosa, atención médica oficial y, al cumplir veinticinco años de
servicio, obtenía una parcela de tierra para su retiro. Incluso después de
retirado, el Estado le seguía pagando mensualmente hasta su muerte. Al morir,
el imperio se ocupaba de todos los gastos funerarios. Era un pacto de fidelidad
absoluta entre el Estado y el soldado.
Por eso, si alguien asesinaba a
un soldado en tiempo de paz, el Estado respondía con una venganza ejemplar y
despiadada. El asesino era despojado de sus ropas y atado desnudo al cadáver
del soldado. Usaban gruesos alambres que se incrustaban en la carne viva hasta
el hueso, uniendo ambos cuerpos: mano con mano, rostro con rostro, pecho con
pecho. Los colocaban en una fosa abierta, donde el criminal debía soportar el
hedor de la descomposición, el ataque de los insectos, la humedad, el calor, la
repulsión. Moría lentamente por infección, sed, delirio o desesperación.
Algunos sobrevivían semanas en ese martirio. Solo tras su muerte, se cubrían
ambos cuerpos con tierra. La muerte, en este caso, no era el castigo: era la
liberación.
Esta imagen escalofriante parece
resonar, de manera inquietante, en las palabras del apóstol Pablo cuando
escribe: “¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?”
(Romanos 7:24).
Aunque no podemos afirmar con
certeza que Pablo se refiera explícitamente a este castigo, no es improbable
que estuviera familiarizado con él. Su metáfora cobra una fuerza especial si
entendemos el trasfondo: Pablo se describe a sí mismo como alguien atado a una
corrupción que no puede arrancarse, alguien forzado a cargar con una muerte que
lo destruye lentamente.
En Romanos capítulo 7, el apóstol
expone la lucha interior del ser humano: desea hacer el bien, pero el pecado
que habita en él lo empuja a hacer el mal. Es un conflicto entre la voluntad
regenerada y la carne caída. Pablo no habla solo desde una perspectiva
doctrinal, sino existencial: sufre bajo el peso de una naturaleza que lo
arrastra. Como el reo atado a un cadáver, su alma desea liberarse, pero está
condenada a una unión que corrompe.
Sin embargo, no se queda en la
desesperación. Su grito no es un callejón sin salida, sino una antesala a la
esperanza:
“Gracias doy a Dios, por
Jesucristo Señor nuestro” (Romanos 7:25).
Y en el capítulo siguiente lo declara con toda claridad:
“Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús,
los que no andan conforme a la carne, sino conforme al Espíritu” (Romanos 8:1).
Solo Cristo puede separar al
pecador del cadáver del pecado. Solo Cristo puede romper los lazos de alambre
que nos unen al viejo hombre. En la cruz, Él tomó nuestro lugar. Se hizo pecado
por nosotros, para que podamos vivir por el Espíritu. Ya no arrastramos un
cuerpo de muerte; ahora somos templos vivos del Espíritu de Dios.
La redención en Cristo no es un
barniz moral ni una mejora superficial. Es un corte definitivo. Es la
resurrección de una vida que estaba perdida, atada, infectada. Es el milagro de
que alguien entre en nuestra tumba para que nosotros podamos salir.
¿Vivís todavía atado a un cuerpo
que ya no tiene vida?
En Cristo hay una sola respuesta: libertad.
El grito de Pablo puede ser el tuyo… pero también su redención.
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