El Matrimonio Cristiano: Sexualidad, Responsabilidad y Contención.

 



El Matrimonio Cristiano: Sexualidad, responsabilidad y contención.

 

 1. ¿Por qué casarse? Una respuesta directa, según Pablo.

En su primera carta a los Corintios, el apóstol Pablo aborda una de las cuestiones más prácticas y humanas del matrimonio: la contención del deseo sexual. En 1 Corintios 7:8-9, escribe:

“Digo, pues, a los solteros y a las viudas, que bueno les fuera quedarse como yo; pero si no tienen don de continencia, cásense; pues mejor es casarse que estarse quemando”.

Este pasaje es de una franqueza pastoral admirable. Pablo no disfraza ni idealiza el motivo: el casarse, para quienes no tienen el don de la continencia sexual, es una forma legítima, santa y práctica de canalizar el deseo sexual. En otras palabras, el matrimonio, entre otras funciones, sirve para ordenar el impulso sexual dentro del marco de un pacto que protege a ambos cónyuges.

Aquí no se promueve una visión meramente carnal del matrimonio, sino una comprensión realista de la condición humana: la mayoría de las personas no han sido llamadas al celibato, y por tanto, el deseo sexual no debe reprimirse ni desordenarse, sino santificarse dentro del matrimonio. En este sentido, casarse es una consecuencia directa y necesaria de la sexualidad.

Desde una perspectiva filosófica y teológica, esto es coherente con la visión hebrea del ser humano como unidad integrada de cuerpo, alma y espíritu. El cristianismo bíblico no desprecia el cuerpo ni los impulsos, sino que los ordena. Por eso, Pablo no reprime el deseo: lo redirige hacia un camino santo.

 

2. Las obligaciones maritales: reciprocidad y entrega.

A continuación, Pablo aborda las obligaciones maritales, y lo hace en términos de igualdad y mutualidad sorprendentes para la cultura patriarcal del siglo I. En 1 Corintios 7:3-4 leemos:

“El marido cumpla con la mujer el deber conyugal, y asimismo la mujer con el marido. La mujer no tiene potestad sobre su propio cuerpo, sino el marido; ni tampoco tiene el marido potestad sobre su propio cuerpo, sino la mujer”.

Aquí se establece una ética de entrega mutua: el cuerpo de cada uno pertenece también al otro, no como propiedad, sino como don compartido. Esto implica disponibilidad, afecto, atención y servicio. No hay lugar para el egoísmo ni para el uso unilateral del otro.

Desde la psicología con enfoque relacional, esto se traduce en el principio de reciprocidad emocional y sexual. El amor conyugal requiere de ambos la disposición a satisfacer necesidades físicas, emocionales y espirituales, dentro de un marco de amor y cuidado.

La sociología familiar también reconoce que los matrimonios más estables son aquellos en los que hay corresponsabilidad afectiva y sexual, donde ambos se sienten escuchados, deseados y valorados. La entrega física sin vínculo emocional se vuelve vacía, y la conexión emocional sin expresión física, insuficiente.

 

3. Contención emocional y contención sexual: una diferencia clave.

Aunque ambos cónyuges necesitan amor, compañía, afecto y deseo, existen diferencias marcadas entre las necesidades predominantes del varón y la mujer. No se trata de estereotipos rígidos, sino de tendencias ampliamente observadas, tanto en la Biblia como en la ciencia psicológica.

La mujer como vaso más frágil y su necesidad emocional

1 Pedro 3:7 dice:

“Vosotros, maridos, igualmente, vivid con ellas sabiamente, dando honor a la mujer como a vaso más frágil, y como a coherederas de la gracia de la vida, para que vuestras oraciones no tengan estorbo”.

El término “vaso más frágil” no alude a debilidad moral ni intelectual, sino a mayor sensibilidad emocional, y también al rol histórico de vulnerabilidad social. Esto implica que el esposo debe cultivar con ella una relación empática, cuidadosa y atenta, brindándole contención emocional: validación, escucha, afecto constante, comunicación abierta y cobertura espiritual.

Desde la psicología afectiva, se ha comprobado que las mujeres tienden a experimentar mayor intensidad emocional, y dan prioridad al vínculo emocional sobre la expresión sexual directa. Una mujer que se siente ignorada, herida o no valorada emocionalmente suele retraerse también sexualmente.

El varón y su necesidad de contención sexual.

Por otro lado, la necesidad predominante del hombre en la relación suele estar en el área sexual. Esto no implica que los hombres no necesiten afecto —sí lo necesitan—, pero tienden a experimentar la intimidad emocional a través de la intimidad sexual. En muchos casos, para el hombre, el acto sexual es la forma principal en que se siente amado y aceptado.

Esto está en consonancia con lo que Pablo afirma:

“No os neguéis el uno al otro, a no ser por algún tiempo de mutuo consentimiento…” (1 Corintios 7:5)

Negarse repetidamente, o usar la sexualidad como moneda de castigo o recompensa, debilita el vínculo y puede abrir puertas a la tentación.

Desde la psicología de pareja, esto también está verificado: la frustración sexual no solo genera distancia, sino que impacta la autoestima, el vínculo emocional y la fidelidad. El varón necesita la respuesta activa de su esposa, tanto como ella necesita su escucha emocional.

 

4. Amor sacrificial y comprensión mutua

La Biblia no establece una lógica de poder, sino de servicio mutuo. El esposo debe amar a su esposa como Cristo amó a la iglesia (Efesios 5:25), y eso incluye sacrificarse por ella, comprender su mundo interior y cuidar su corazón. La esposa, por su parte, es llamada a respetar a su marido (Efesios 5:33), lo que incluye reconocer su necesidad sexual y afirmar su masculinidad.

Cuando estas necesidades son entendidas y satisfechas de forma equilibrada, el matrimonio se transforma en un refugio. Cuando se ignoran o se manipulan, el vínculo se resiente.

 

5. Integración y llamado

El matrimonio cristiano es un lugar de contención integral: emocional, sexual, espiritual y afectiva. Dios nos creó con deseos y emociones, y el matrimonio es el espacio santo donde estos pueden desplegarse con libertad, amor y responsabilidad. Reconocer nuestras diferencias no es ceder al egoísmo, sino servir con sabiduría y gracia al otro según su necesidad real.

“Por tanto, lo que Dios juntó, no lo separe el hombre”. (Marcos 10:9)

Referencias

Referencias Bíblicas

• 1 Corintios 7:1-9, 1 Pedro 3:7, Efesios 5:22-33, Hebreos 13:4, Génesis 2:18-24, Eclesiastés 4:12, Marcos 10:9

Referencias Psicológicas.

• Gary Chapman – Los cinco lenguajes del amor
• Willard Harley – Sus necesidades, las necesidades de ella
• John Gottman – Investigación empírica sobre matrimonio
• David Schnarch – Passionate Marriage

Referencias Sociológicas.

• Estudios Pew Research, Universidad de Chicago, AAMFT sobre matrimonio, intimidad y estabilidad

Referencias Filosóficas (cristianas)

• Tomás de Aquino, Agustín de Hipona, Dietrich Bonhoeffer

Mi cuerpo de muerte


                                                               Mi cuerpo de muerte

El Imperio romano no solo fue conocido por su poder militar y su legado cultural, sino también por la crueldad refinada de su sistema de justicia. Uno de los castigos más brutales fue la Poena cullei, del latín “pena del saco”, reservado para quienes cometían parricidio. Al culpable se lo introducía dentro de un gran saco de cuero junto a animales salvajes —generalmente un perro, una serpiente, un gallo y un mono— y luego se cosía el saco completamente, sellándolo. Una vez cerrado, era arrojado al agua para que el reo muriera ahogado, aplastado y destrozado por la desesperación y el frenesí de las bestias. Este castigo no buscaba únicamente eliminar al culpable, sino convertir su muerte en un espectáculo de humillación y horror, una advertencia pública sobre la gravedad del crimen cometido.

Pero había castigos aún más personales y horrendos. Durante el período imperial, el soldado romano era considerado propiedad del Estado. Su vida estaba al servicio del imperio: recibía una paga generosa, atención médica oficial y, al cumplir veinticinco años de servicio, obtenía una parcela de tierra para su retiro. Incluso después de retirado, el Estado le seguía pagando mensualmente hasta su muerte. Al morir, el imperio se ocupaba de todos los gastos funerarios. Era un pacto de fidelidad absoluta entre el Estado y el soldado.

Por eso, si alguien asesinaba a un soldado en tiempo de paz, el Estado respondía con una venganza ejemplar y despiadada. El asesino era despojado de sus ropas y atado desnudo al cadáver del soldado. Usaban gruesos alambres que se incrustaban en la carne viva hasta el hueso, uniendo ambos cuerpos: mano con mano, rostro con rostro, pecho con pecho. Los colocaban en una fosa abierta, donde el criminal debía soportar el hedor de la descomposición, el ataque de los insectos, la humedad, el calor, la repulsión. Moría lentamente por infección, sed, delirio o desesperación. Algunos sobrevivían semanas en ese martirio. Solo tras su muerte, se cubrían ambos cuerpos con tierra. La muerte, en este caso, no era el castigo: era la liberación.

Esta imagen escalofriante parece resonar, de manera inquietante, en las palabras del apóstol Pablo cuando escribe: “¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?” (Romanos 7:24).

Aunque no podemos afirmar con certeza que Pablo se refiera explícitamente a este castigo, no es improbable que estuviera familiarizado con él. Su metáfora cobra una fuerza especial si entendemos el trasfondo: Pablo se describe a sí mismo como alguien atado a una corrupción que no puede arrancarse, alguien forzado a cargar con una muerte que lo destruye lentamente.

En Romanos capítulo 7, el apóstol expone la lucha interior del ser humano: desea hacer el bien, pero el pecado que habita en él lo empuja a hacer el mal. Es un conflicto entre la voluntad regenerada y la carne caída. Pablo no habla solo desde una perspectiva doctrinal, sino existencial: sufre bajo el peso de una naturaleza que lo arrastra. Como el reo atado a un cadáver, su alma desea liberarse, pero está condenada a una unión que corrompe.

Sin embargo, no se queda en la desesperación. Su grito no es un callejón sin salida, sino una antesala a la esperanza:

“Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro” (Romanos 7:25).
Y en el capítulo siguiente lo declara con toda claridad:
“Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús, los que no andan conforme a la carne, sino conforme al Espíritu” (Romanos 8:1).

Solo Cristo puede separar al pecador del cadáver del pecado. Solo Cristo puede romper los lazos de alambre que nos unen al viejo hombre. En la cruz, Él tomó nuestro lugar. Se hizo pecado por nosotros, para que podamos vivir por el Espíritu. Ya no arrastramos un cuerpo de muerte; ahora somos templos vivos del Espíritu de Dios.

La redención en Cristo no es un barniz moral ni una mejora superficial. Es un corte definitivo. Es la resurrección de una vida que estaba perdida, atada, infectada. Es el milagro de que alguien entre en nuestra tumba para que nosotros podamos salir.

 

¿Vivís todavía atado a un cuerpo que ya no tiene vida?
En Cristo hay una sola respuesta: libertad.
El grito de Pablo puede ser el tuyo… pero también su redención.

Dante Emilio Borelli

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