“El hombre muerto” de Horacio Quiroga

 “El hombre muerto” de Horacio Quiroga


Este cuento me ha impresionado desde mi juventud. Hay algo en su brevedad silente, en su economía de palabras y en su estructura minuciosa que siempre logra atraparme. El hombre muerto tiene una mecánica narrativa insospechada: parece no avanzar, pero en realidad nos arrastra con la fuerza oculta de lo inevitable. Su tensión no proviene del dramatismo explícito, sino del ritmo constante, casi hipnótico, con el que nos sumerge en la última jornada del protagonista. Siempre lo he comparado —aunque desde una estética diferente— con Crónica de una muerte anunciada de García Márquez: allí, el lector conoce desde el inicio el destino trágico, pero lo ve cumplirse con resignación; en cambio, en Quiroga, aunque el título anuncia la muerte desde el principio, la narración mantiene una expectativa tensa, como si algo pudiera aún interrumpir ese destino. El lector acompaña cada pensamiento del personaje con la ilusión de que quizá sobreviva, de que la herida del machete no haya sido tan profunda. Esa esperanza se prolonga hasta el último suspiro. La muerte llega sin ceremonia, y su aparente demora solo incrementa la angustia. Esa tensión, esa expectativa quebrada, es lo que hace de este cuento una pieza inolvidable. ¿Acaso no es así también la muerte para muchos? Se vive como si nunca fuera a llegar… hasta que llega.

Lo que sorprende en la narración es la ausencia de dramatismo: el personaje no clama, no protesta, no se desespera. Solo contempla, desde una perspectiva casi ajena, cómo la vida continúa a su alrededor mientras él se detiene para siempre.

Esta quietud forzada nos recuerda que “el hombre no tiene potestad sobre el día de su muerte” (Eclesiastés 8:8). Por más previsores, fuertes o experimentados que seamos, somos criaturas frágiles. Una caída, una herida, un segundo… y todo lo construido se detiene.

Quiroga no propone una interpretación espiritual, pero nosotros, desde la fe, no podemos evitar hacernos la pregunta esencial: ¿y si hoy fuera el último día? ¿Dónde está nuestra esperanza? Pablo escribe: “Porque para mí el vivir es Cristo, y el morir es ganancia” (Filipenses 1:21). Este versículo solo tiene sentido para quien ha rendido su vida al Señor. Para el que no ha nacido de nuevo, la muerte es una interrupción brutal, una incertidumbre oscura.

Desde una perspectiva filosófica, Immanuel Kant afirmaba que el valor moral del ser humano no reside en las consecuencias de sus actos, sino en la intención recta que responde al deber como expresión de la ley moral interior. En este sentido, la muerte del personaje de Quiroga puede interpretarse como la clausura de una vida absorbida por la costumbre, pero sin referencia a una ley superior. Kant nos invitaría a preguntarnos: ¿vivimos como fines en nosotros mismos, conforme a una razón moral, o simplemente como medios de supervivencia? La ética autónoma kantiana exige algo más que rutina: exige dignidad. Pero desde la fe, sabemos que la verdadera dignidad se halla no solo en actuar bien, sino en ser redimidos por Cristo, quien nos da una conciencia renovada.

El relato también sugiere una cierta indiferencia del mundo ante la muerte individual. Nadie se detiene. Nadie sabe que ese hombre yace ahí. Y sin embargo, para Dios ninguna vida es invisible. “¿No se venden cinco pajarillos por dos cuartos? Con todo, ni uno de ellos está olvidado delante de Dios” (Lucas 12:6). En Cristo, cada alma tiene un valor eterno.

El hombre muerto también nos hace pensar en el valor del tiempo. Ese hombre había recorrido su camino muchas veces. El sendero era suyo, hecho con su esfuerzo. Pero ni su historia ni su trabajo pudieron impedir su destino. Isaías escribe: “Toda carne es hierba, y toda su gloria como flor del campo. La hierba se seca, y la flor se marchita, porque el viento del Señor sopla sobre ella” (Isaías 40:6-7). La única permanencia real está en Dios.

¿Y si ese hombre hubiera conocido a Cristo? ¿Y si en su último instante hubiera levantado su mirada al cielo, no como quien observa el paso de las nubes, sino como quien confía en un Redentor vivo?

Al cerrar el cuento, lo que queda es silencio. Pero el cristiano no teme ese silencio si ha sido reconciliado con Dios. Porque incluso en la muerte, tenemos promesa: “Y oí una voz del cielo que decía: Escribe: Bienaventurados de aquí en adelante los muertos que mueren en el Señor” (Apocalipsis 14:13).

La historia de Quiroga es, quizás, una parábola involuntaria. El machete puede caerle a cualquiera. Pero el evangelio nos ofrece una verdad poderosa: la muerte no es el final, y para los cristianos, es el principio de una vida eterna en Cristo Jesús.

Dante Emilio Borelli

En manos del alfarero - Lectura: "Neuroeducación y lectura: de la emoción a la comprensión de las palabras" - Francisco Mora

   En manos del alfarero     La capacidad del cerebro humano para reorganizarse y adaptarse, conocida como plasticidad neuronal, constituye ...